Lo poético

Segunda sesión: Taller de creación literaria Luis Mizar Maestre

Poeta leído: Héctor Rojas Herazo

Se nos es dado el lenguaje como un don, dice Hölderlin, y gracias a ese regalo (divino o biológico) podemos, entre muchas otras cosas, elaborar esta realidad que está hecha de palabras. Porque es el lenguaje, esa facultad de crear signos y sistemas a través los cuales expresamos nuestras percepciones de la realidad más próxima que tengamos, un mar infinito de posibles semánticas y simbólicas. Esa es la razón por la cual el poeta debe explorar el lenguaje, indagar en él, crear con él, ensanchar su oscuridad a través de la luz de la lectura o la experiencia vital. El arte es mimético, decía Aristóteles, y esa representación exacta o simbólica es posible gracias a las cualidades estéticas que haya engendrado el artista. Y el lenguaje ahí. En este caso, el poeta es un artista de la palabra, lo cual quiere decir que es un paleontólogo, no porque las encuentre por su extrañeza, sino porque las elige y las disecciona en busca de su carácter fónico o de su pertinencia sintáctica o de su significación precisa. El poeta es un explorador del lenguaje en todas sus dimensiones: en la directa o en la indirecta. La primera, nos permite una comunicación muchas veces simple, sin que a las palabras las pueble otro significado u otra denotación. La segunda, la inagotable, dándonos el signo que detenga el silencio. Por eso no hay ningún camino trazado para un poeta diferente al camino dejado en los libros y en aquello que pueda captar de su exterior y de su propio interior.

Para Wittgenstein, un poema no comunica nada, es solo un juego expresivo; para Benjamin, la cualidad central de una obra literaria “no es la comunicación, ni la transmisión de información”.  Nosotros creemos que una de las formas más poderosas para concretizar el lenguaje es el poema. Dice Paz (2006): “En el poema el lenguaje recobra su originalidad primera, mutilada por la reducción que le imponen prosa y habla cotidiana” (p. 22). Paz tiene razón, aunque cualquiera pudiera rebatir su postura al referirse a la cultura popular; su razón radica en que el lenguaje en su esencia se manifiesta en el poema con todo su esplendor. Como una flor o un fruto que son la esencia (lo bello, lo que puede degustarse) de un árbol o un jardín.  El poema es “ese lenguaje erguido, una obra que funde al hombre y la palabra en unidad autosuficiente”, dice Antonio Domínguez (1987, 145). Hay algo de carne en el poema; algo de corporalidad y de materia.

Pero además, de un buscador incesantes de los signos que lo expresen, el poeta enfrenta la dureza de la cotidianidad. Ese hombre, que en palabras de Rojas Herazo, “está tejido de minutos de derrotas, de ansiedades, de cálculos, de hipótesis y ruido” (2004). Y a su regreso (o a su ida) toma el lenguaje para que lo alumbre en ese instante de comunión entre el poeta, el mundo y la palabra. El poeta de carne, de vísceras, heredero de una simiente mortífera y decadente. El poeta lúcido  que muestra, aunque simbolizado,  la decadencia del mundo; a este pobre ser que es arrojado a la intemperie, al tiempo, a la muerte, a la vida, y desde ahí, intenta encontrarle una explicación al azar, a eso casual que lo trajo aquí, y que lo lleva a conjeturar, en la existencia de Dios, la explicación a tanto absurdo.

Félix Molina-Flórez

Tallerista





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