LA VOZ EN LA ALDEA
Describe tu aldea y serás universal
León Tolstoi
La infancia es el recurso más valioso del hombre; es la patria, el punto de partida y de llegada. La infancia es una hoja en blanco donde la vida y la muerte van describiendo nuestros rostros y nuestro destino. Si alguna vez fuimos eternos lo fuimos en la infancia, cuando la vida era un juego que imponía otras leyes. En la infancia abrimos los ojos al mundo; oímos las voces de la naturaleza; sentimos la textura de las cosas que nos rozan; probamos el amargo sabor de la hiel, pero también el erótico sabor de la cereza. En la infancia la mirada y la voz se acentúan, se tornan en el puente entre la realidad que impone límites y racionaliza los sueños y la imaginación que siempre va más allá de la realidad. La voz va dibujando en la mente del niño el mapa de la cosa descrita. La voz va dando forma a los objetos que, simplemente, están ahí. La voz es un fuego que aleja la penumbra, que convoca el silencio que piensa.
Justamente asistimos a un concierto de voces que cuentan la añoranza y el asombro. La aldea (2022) de Luis Mario Araújo es un relato conmovedor, integrado por siete relatos concatenados, aunque independientes si se quiere, en los que se sigue la huella de Tomaso, un viejo contador de historias, que se niega a olvidar su aldea y encuentra en el contar una estrategia de acercamiento; la típica estrategia del migrante, negro o no, que relata como una forma de fortalecer la memoria. Pero este libro de Luis Mario, como todos los libros hechos pensando en los niños, guarda, como Tomaso, un baúl de sorpresas: la evidente parodia del poder (Napoleón y Adolfo), los estragos de la guerra y la inutilidad de los tratados de paz, la relación entre civilizaciones (occidentalizadas o no) y otros temas. Pero esto, y es quizá una de las virtudes del libro, sin alejarse de la ternura y el juego y la hipérbole, muy propia de los pueblos del Caribe (un pueblo donde llueve peces).
Es claro la importancia de la cultura popular aun cuando la globalización intente imponer un discurso homogenizado. En estos relatos se reivindica lo popular: las fiestas, las tradiciones, las costumbres que se mantienen a pesar de los estragos de la modernidad. Es interesante la manera como el escritor usa un narrador que reivindica la oralidad vivaz. Esa oralidad que es propia de la cultura popular. Hay, pervive y persiste, una añoranza por los tiempos idos: como si se apelara a la antigua consigna de que todo tiempo pasado fue mejor. Pero vamos más allá: la llegada del tren a la Aldea, por ejemplo, tiene muchos beneficios: el consabido desarrollo. Pero también trae el ruido y aleja hasta la tranquilidad de las gallinas. Es paradójico, pero la modernidad, que nos trae tanto desarrollo, nos lleva con el tiempo a añorar la aldea, la infancia, la tranquilidad, la ternura y la inocencia.
Tomaso lleva en su baúl, no solo los artefactos para afinar y mantener el asombro de los aldeanos, sino también los vestigios de la aldea dejada atrás por la guerra (en un frasco guarda el aire). El retorno de Tomaso a la aldea es prueba de que, al final, por muy cerca que estemos de la postmodernidad, tan líquida ella, siempre querremos volver a la raíz, al origen, a ese lugar donde cesan las ganas de irnos, a esa patria lejana: la infancia. Con Tomaso se va la voz en torno a la cual se configuraba el círculo. Se fue, pero dejó el asombro en su baúl. Y ese asombro despertado en Simón y los demás, de seguro permanecerá. Porque lo vivido en la infancia nos acompañará hasta la tumba.
Luis Mario Araujo escritor inquieto y de múltiples voces nos trae este enternecedor libro que rescata un poco esa ternura tan olvidada en tiempos superfluos, y a la que los artistas se aferran para mantener con vida su obra. Se detiene en los niños, otra vez, quizá como recurso para no perder del todo la esperanza, el combustible del arte y de la vida. Invita este libro a mirar como mira Simón la naturaleza: el canto de los pájaros, la textura de la lluvia, el zumbido de la brisa.
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